Julio Castro Periodista de la Educación

El presente artículo fue escrito por el Maestro Ubaldo Rodríguez Varela.

Julio Castro Educador de Pueblos, Ediciones de la Banda Oriental, Agosto de 1987.

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Previo

En este libro de recordación y homenaje a Julio Castro, dispusieron los responsables de la idea de su publicación que a mí me correspondiera el sector “Julio Castro, periodista de la educación”.

Pensando en la tarea me di cuenta que no tenía a mi cargo la autoría, propiamente dicha, del trabajo. El autor del mismo debía ser Julio Castro. Y fue Julio Castro. Nuestra labor se redujo a entresacar de la colección de MARCHA aquellas notas de Julio en las que encara temas realmente importantes y generales del quehacer educativo, vigentes casi totalmente hoy, y encadenarlas, conectarlas entre sí con algún comentario nuestro sobre nota y autor, a modo de guía para el lector. El resto, es el reencuentro entre éste y Julio.

Releerlo, junto con la oportunidad de ratificar los valores de Castro, nos hace pensar en la falta que hace en las páginas de nuestra prensa periódica alguien que acerque las cosas de la enseñanza al público lector. Porque se escribe, sí, sobre el tema. Pero  se ha caído en un afán de bailar al compás de una terminología a cuenta de moderna, llena de palabrería infatuada y sonora que parece solazarse en dirigirse a una reducida constelación de “iniciados”, de cuya lectura el maestro corriente, el profesor corriente y el padre corriente, que son quienes educan y desean saber educar, se sienten marginados por ignorancia del idioma empleado y apabullados por el engolamiento de las voces de tales “grandes gurús”  de la educación de la hora. Si humildemente volvieran a leer a Julio Castro quizás vieran por qué es mejor, más bello y más claro  “lo que pasa en  la calle” que “el conjunto de los hechos de la vida diaria cuyo acontecer tiene lugar en la vía pública”. Machado dixit…

Julio Castro es un ejemplo de esa profunda sencillez. Porque de verdad sabía mucho, su lujo era hacer fácil lo difícil; no lo contrario.
Lamentablemente los “J.C.” – también sencillez de su modo – no abundan.
Por eso, creemos que se hace bien con reeditarlo. Y quizás haya que hacerlo cada tanto.

¿Qué fue Julio Castro?

¿Maestro, periodista, político, filósofo de la educación, estudioso del problema imperialista en América Latina, sociólogo del medio rural; fino humorista, inclusive, desde el rincón inolvidable de “La Mar en coche” o los “7 Enanitos” de MARCHA?

La verdad, es que al pensar en la personalidad de Julio Castro, caben las preguntas. En todos esos quehaceres se desempeñó  con alma y vida; pero con una sencillez tal, que sus ideas y sus palabras y sus sugerencias y sus críticas y sus verdades y sus lanzas quebradas eran de tal claridad y evidencia, que parecían el producto de un emprendimiento fácil, elemental. Como de quien está nadando en sus propias aguas. Si. Recordamos a Holmes:
– Elemental, querido Watson.

Dejaba caer lo preciso, lo necesario, lo justo, allí donde hacía falta. Hasta en las bromas. De ahí lo fácil que era dialogar con Castro, discutir, leerlo. De ahí la naturalidad con que a quienes tuvimos  la suerte de tratarlo, nos saliera, enfrentados a algún problema perteneciente a las áreas de preocupación de Julio Castro, esta “protocolar” sugestión:
– ¿Y si conversáramos con El Canario Julio?

Maestro periodista, periodista maestro

En esa multifacético personalidad había una faz de Julio Castro que entendemos fue de total originalidad en el panorama cultural del país; la del maestro periodista, o viceversa, que llevó a la prensa periódica la problemática de la educación nacional. De esa faz de Julio Castro nos ocuparemos.

La educación es un hecho social del interés de todos. Sin embargo, los problemas de la educación nunca estuvieron –lógico – al alcance de todos. Al alcance de la opinión de todos. A todos nos tocan las cosas de la educación desde cuando es el común quien pone en la mesa de juego el elemento clave, el más delicado y más sensible, el destinatario de una labor que se hace ahora pero que es para el futuro entero. Hablamos del educando, del niño y el joven. Pero las soluciones educativas y los criterios que las sostienen y los hombres que las imponen están allá lejos, en una estratosfera inalcanzable de “Consejos de Sabios” que son quienes resuelven, en definitiva, sobre recetas que no conozco y que alguien que no sé quién es aplicará a mi hijo para hacer de él un hombre. O para ayudarme a hacerlo. ¿Hemos pensado que es así la cosa? Y “la cosa” hecha ley, con su fuerza, nos coge y nos ordena. La prensa da noticias de resoluciones; el común, el común de siempre, las acata. Y ahí vamos.

No hay un solo órgano de prensa con una página destinada a interesar – y a informar, a enseñar – a la gente del común sobre cosas de la educación.

Pues bien, Julio Castro fue el periodista diferente. Repetidamente escribía sobre enseñanza. Revisando la colección de Marcha se encuentra cantidad de notas en las que Castro, al hacer de los temas de educación nota periodística, pone inteligentemente en el conocimiento y preocupación del lector corriente, especialmente del lector no educador de profesión, los problemas de la enseñanza, adentrándolo en el mundo del quehacer más grato y más difícil que existe: educar. A la vez, enseñaba y alertaba al propio educador.

Julio Castro hablaba de esos temas con toda sencillez pero con toda jerarquía, haciendo ver sutilmente que sobre educación no tiene derecho a opinar un lego por más que le interese, le toque y le entusiasme el tema, sencillamente por aquello tan sabio de Fierro: “No canta el que tiene ganas, sino el que sabe cantar…” ¡Y mire que Julio sabía!

A propósito, extraemos de un artículo de Castro sobre educación sexual (Marcha, Nº 862, de 17/V/ 1957), un sector del mismo que Julio subtituló “Aprender no es repetir”, y que constituye por sí solo toda una doctrina sobre el controvertido asunto de enseñanza y educación. Define claramente el tema. Enseña a maestros y a no maestros. En nuestras andanzas por los caminos de la educación lo hemos sugerido a estudiantes de Magisterio y Maestros como “artículo de cabecera”. Con su formidable poder de síntesis, Castro compone en sus  “dos columnas a tipo 6” todo un tratado de Pedagogía. Aquí está:

Aprender no es repetir

Algunos han dicho y otros sugerido que la escuela debe enseñar y desentenderse de todo aquello que tienda a la formación de la personalidad. Con instruir  trasmitiendo conocimientos estaría cumplida su función.”La educación general y total es resorte exclusivo de los padres”. Quienes tal afirman, no saben, por lo visto, que no se puede enseñar sin educar; que la acción docente de trasmitir un conocimiento lleva implícita una actitud en relación con la formación de quien ese conocimiento recibe. Es el abecé de la ciencia secular y universal, construida en torno al hecho de la educación.

En una polémica de este tipo, todos podemos meter la cuchara. Pero es evidente que la autoridad de las opiniones surge del saber que las sustente. La educación es una ciencia con su campo específico, con sus problemas, con sus teorías, con sus métodos, con sus hipótesis. Desconocer todo eso y opinar igual, es un flaco servicio que se le hace a la tesis en discusión. La ligereza no siempre es perdonable y a veces hasta resulta lesiva si viene de quienes en otros campos del saber han cimentado un prestigio  y han dado autoridad a sus nombres.

No se puede trasmitir un conocimiento sin acción sobre la formación de la personalidad. Enseñar a un niño no es enseñar a un loro. En el primero la enseñanza no es capacitarlo para que repita; no es inyectarle una dosis de conocimiento. Enseñar una cosa supone poner en actividad el espíritu del muchacho para que realice una elaboración  en torno al acto de conocer.  Más importante que la cosa enseñada es el proceso de elaboración que el conocer exige. En el niño como en el hombre hay potencias anímicas en constante actividad. Ellas son las que trabajan sobre el elemento que se enseña, no sólo simulándolo para uso y dominio sino también relacionándolo, sometiéndolo a juicios de valor, probándolo en la crítica, experimentando con él.

En la tarea docente es más importante el cumplimiento correcto de ese proceso que la simple adquisición del conocimiento. Si yo  enseño el número uno, por ejemplo, no debo  limitarme a que mi alumno  lo repita oral o gráficamente. Enseñar el número uno es dar idea de unidad; es ayudar al niño a que abstraiga de los hechos el concepto puro, es poner ese concepto en relación con los objetos reales, con los símbolos gráficos, etc.

Como se comprende, toda esta actividad implica una acción del educador sobre el alma de su alumno. Cuando se le enseña a un loro a repetir “dame la pata” se hace una grabación. El loro repite como un disco sin que el elemento aprendido tenga otras consecuencias que la repetición fónica. Pero cuando se le enseña algo a un niño las categorías de los elementos en juego son distintas. Cuando más fina, exquisita y esencial sea la acción del educador, más ricas serán las consecuencias del acto educativo.

En educación lo que se quiere es precisamente eso: que el acto educativo alcance la mayor hondura, obligando al alumno a la actividad total. Cuando más laboriosa sea la elaboración  mayores proyecciones tendrá en el plano del enriquecimiento espiritual. Por eso es tan importante el método y los modos  o procedimientos que se siguen en el proceso de la asimilación de un conocimiento.

Cuando el educador logra de sus alumnos una actitud, un modo de vida frente al mundo del conocer, habrá creado en ellos lo esencial.
El enriquecimiento cuantitativo lo darán el tiempo, la madurez, la disciplina, la perseverancia, siempre  que se siga manteniendo aquella actitud.

Dicho sea esto para dar una idea de cómo en el hecho simple de trasmitir un conocimiento, hay –debe haber – una comunidad íntima entre educando  y educador. El saber resultará más fecundo cuanto más íntima sea esa comunidad.

Pero educar no es sólo trasmitir conocimientos. Es una acción de esencia más fina, de más sutil y elevada jerarquía. Educar es contribuir a que el niño al elaborar sus conocimientos vaya tomando su posición frente a los hechos, las ideas, las normas, las costumbres, las personas. El niño tiene su mundo fantasioso y personal. A medida que crece ese mundo propio va  entrando en relación al que rige la vida de los demás. Se produce así una asimilación lenta donde no son raros las crisis y los conflictos. Los educadores tienen técnicas, métodos, procederes educativos capaces de realizar esa tarea con eficacia. Unos los harán mejor, otros, peor, pero en el aula, en el patio de la escuela, donde quiera que sea, no pueden sustraerse a lo que es esencial en su función: la acción permanente es integral en la formación de sus alumnos. Es, volvemos a repetirlo, el abecé en la relación entre educando y educador.

Quitarle al maestro la esencia de su función sería como quitarle a la cirugía la finalidad curativa. La técnica operatoria – tenemos entendido – no es ciega. Está sujeta al propósito de la curación del enfermo. Entre un cirujano y un carnicero hay diferencias. Son las mismas que  existen entre enseñar a un loro y enseñar a un niño. No se le puede exigir a los maestros que mutilen el significado de su contacto con los niños para convertirse en grabadores de repeticiones ni se puede condenar a éstos a tan subalterna condición”.

Julio Castro ha caminado en sus notas por todas las ciencias básicas o tributarias de la educación:

Pedagogía, Didáctica, Psicología, Biología, Economía, Sociología.
Todas ellas tratadas con algunos  componentes imprescindibles, tan poco recogidos en los estudios normalistas, tan ausentes de los dichosos informes inspectivos como propios de cuanto tema encaró Castro: el sentido común, el sentido de la realidad, la lógica surgida de un inteligente vivir militante, la comprensión derivada de esa actitud hacia el hombre manifestada en un dar toda la mano, con fuerza de fraternidad. Julio Castro era de las manos que no se aflojan.

La limitación de espacio a que obliga el presente trabajo nos fuerza a escoger entre lo mucho escrito por Julio para que vuelva a servir – servirá siempre- de motivo de pensamiento, de “ideas para tener en cuenta”,  al lector. Con el aval, además, de la limpieza, de la honestidad personal y  profesional con que Castro escribió siempre y actuó siempre. Como en todo hombre, seguramente en la vida de Castro se encontrarán errores, pero jamás una mala intención, una actitud torcida, una búsqueda de ventajas, una deslealtad.

A propósito de la educación sexual, tema que en estos momentos preocupa con marcada intensidad a padres y educadores, hay dos notas de Castro, escritas en el año 1957, que él tituló “La Educación Sexual” y  “La Cigüeña Pecaminosa”. De la primera extractamos el sector “Aprender no es repetir”, con que comenzamos este trabajo; creemos útil y oportuno ofrecer enteramente la segunda.

La Cigüeña pecaminosa

“Estudiar la reproducción es estudiar un problema biológico. La Biología tiene su método, desvirtuarlo es desfigurar el estudio de uno de los  tantos problemas  que la naturaleza le presenta al hombre.

Las cuestiones de orden biológico no son ni buenas ni malas; ni morales ni inmorales. Son fenómenos que son como son, porque inclusive, se ensombrece su original claridad.

Si analizamos cómo llega el hecho de la reproducción a los niños podemos ver cuánto de intencional y “maliciosos” ha puesto la preparación que de él han hecho los adultos. Para no decir al niño que ha salido del vientre  de su madre, la explicación recurre a la manida fábula de la cigüeña. Tal vez ésta sea elegante y hasta encantadora. Decir que un niño viene de París y no de parto, seguramente suena mejor y es más distinguido.

Pero la tal fábula lesiona en lo esencial el  sentido de lo que la maternidad significa como hecho trascendente y hasta sagrado. El niño que cree en la cigüeña pronto alcanza a ver que más allá de esa “explicación” hay otra cosa que le ocultan. Cuando descubre por sí mismo – quién sabe de qué modo – que no hay tal cigüeña, ya en él el concepto de l nacimiento y de la maternidad están maculados de ocultación o de pecado. Cuando más tarde reconstruye por sí mismo todo el proceso de la reproducción que le dio la vida, esa mancha original, agravada ahora por todo lo que significa la unión de sus padres, se extiende y ensombrece en lugar de desaparecer. Recién en un tercer proceso de racionalización pondrá las cosas en su lugar dentro de una correcta escala de valoraciones. Pero, ¿cuánto se ha torturado, manoseado y ensuciado por el camino?

Es muy fácil enseñar a los niños que nacen del vientre de su madre, del modo natural como nacen muchos otros seres. Cuando los chicos ven así contestadas sus primeras preguntas la cosa prohibida y la curiosidad insatisfecha consiguiente, no aparecen. La “malicia” no está en el hecho infantil de preguntar; está en la respuesta cuando es esquiva o desfigura los hechos.

Es un disparate creer que el conocimiento o el contacto con el hecho de la reproducción – se explique, se observe, o se estudie experimentalmente – tenga una carga potencial de sexualidad o de excitación. Esa carga y esa intención, cuando existen, se  la ponemos los grandes; no los niños. En ellos los problemas de orden sexual no cuentan o tienen un valor muy secundario hasta la aparición de la pubertad. Cuando las madres cambian la posición de las manos de sus hijos dormidos – si las tienen posadas sobre sus órganos sexuales- están atribuyéndoles a ellos los móviles y sensaciones propios de los grandes en situación similar.

Lo mismo ocurre con las explicaciones en torno al hecho de la reproducción. Lo “inconfesable” de ésta es lo que contiene de malicioso el concepto de los adultos. Pero si tal concepto se depura de innobles contenidos, desaparece naturalmente  “la franja verde” y las explicaciones quedan libres de dificultades”.

La aparición de la sexualidad

“El problema, sin embargo no es tan sencillo. Tempranamente empieza a complicarse por la aparición en el joven de elementos nuevos que hacen su aparición.

En los niños los contenidos de sexualidad los ponen los adultos. En los jovencitos aún antes de que aparezca la pubertad, nacen de complejos íntimos del propio sujeto. Ya la sexualidad no viene de afuera. Brota en el ser mismo respondiendo a imperativos de su propio desarrollo.

La actitud del adulto frente a la aparición de las preocupaciones de orden sexual debe ser medida y discreta. Esa aparición llega a su hora porque tiene su origen en imperativos de orden biológico. Cuando el muchacho siente sus primeras inquietudes comprende enseguida que ellas lo impulsan a transgresiones que son consideradas como pecaminosas e inconfesables. Cuanto más cerrado es el formalismo del medio en que vive, más tensa será la situación que se le crea.

En el adolescente, y aún en el niño en la última etapa de su vida escolar, las tensiones y curiosidades que nacen de la aparición de la sexualidad no encuentran –es lo general – la vía franca de la explicación y de la confidencia. Los padres huyen ante las escabrosidades del problema; los hijos se reprimen al  no encontrar la franqueza y claridad que necesitan. Se produce –es lo corriente – una zona de silencio en la diaria comunicación de padres a hijos. Cada vez más en el niño se va afirmando el concepto de que todo lo referente a su despertar sexual pertenece al mundo de las cosas inconfesables. Se refugia como es lógico en sí mismo, o resuelve sus tensiones internas en el extenso campo que le ofrecen las relaciones ilícitas y también inconfesables: conversaciones con los compañeros o con otras personas  no tan moralizadoras como los padres, lecturas de dudosa intención, etc. En el orden íntimo y personal hay toda una escala de “juegos prohibidos” que sirven de válvula de escape a la vez que de iniciación, para las tensiones del despertar sexual.

Es la historia que todos hemos vivido y que ahora, adultos, tratamos de olvidar rechazándola hasta en el recuerdo. Es lo que repudiamos de nuestra adolescencia porque contraviene a nuestra concepción moral presente. No entendemos que esa historia, llena de sombras y de silencios, es la que viven nuestros hijos. Y somos tan torpes que en vez de ayudarlos para que no se críen entre conflictos y represiones, los condenamos, con una barrera de silencio, a que resuelvan por sí solos sus problemas librados a la peligrosidad de su inexperiencia.

Quitar la franja verde

“El problema desde el punto de vista educativo, radica simplemente en quitarle “la franja verde” al fenómeno natural y tomarlo tal cual es dentro del campo que le tiene asignado la ciencia. La explicación científica, hecha con seriedad y con mesura, pone al niño frente a los hechos que no tienen por sí carga alguna de peligrosidad. Frente al hecho así tratado el niño encuentra la salida de sus inquietudes y sus misterios, que se resuelven por la vía clara de una explicación sin intenciones. Si esa explicación se da en la clase, o, por lo menos, en acto de convivencia docente entre maestro y alumno, las complicaciones se resuelven por sí solas. Es sorprendente – lo decimos después de muchos años de trabajo sobre estas cosas – la neutralización que se logra cuando estos temas, que angustian a la gente, se tratan depurados de “malicia” y “doble sentido”. Además el muchacho, entendiéndolo así, no tiene necesidad ya de buscar satisfacciones por las vías torcidas habituales. El incentivo del misterio, ha desaparecido con éste.

Claro que desde el punto de vista didáctico las cosas no son simples. Los niños llegan al aula con las deformaciones que les han impuesto los mayores. La ingenuidad original se perdió el día que apareció el concepto  del pecado. Los niños viven en un ambiente contaminado del problema de la sexualidad. El cine, los diarios, las radios, las revistas, los cuentos “verdes”, toda una extensa literatura subterránea, contribuyen a deformar las ideas que en él van echando raíz. Todo eso, sin embargo, son factores que configuran el problema. El educador debe tenerlos en cuenta para neutralizar las influencias perniciosas y afirmar aquellas que sirvan positivamente a la formación de la personalidad”.

Julio Castro fue un maestro orgulloso de su condición de tal.

Elevar la condición del educador de educación primaria, así como jerarquizar el concepto que el más importante instrumento de la cultura de los pueblos, la educación primaria, debe merecer, fueron tarea de por vida de Julio Castro. Con motivo del fin de cursos de 1942, su nota “Lo que el alegre fin de año oculta” está llena de verdades actuales hoy, quitando, como decimos en otra parte, aquellos elementos estrictamente circunstanciales del momento en que fue escrita. La enseñanza primaria sigue siendo pariente pobre en los presupuestos nacionales. ¡Dios mío si se comparan  los rubros para educación y para el ejército!
Dice Castro:

Lo que el alegre fin de año oculta. Escuelas y maestros: una valoración objetiva.

“Estamos en el período de clausura de los cursos escolares y la agitación de los exámenes, los éxitos y los fracasos de los pequeños, sus primeros triunfos y las vicisitudes de las  promociones, alcanzan a la casi totalidad de los hogares. En éstos, sin embargo, las personas serias toman las cuestiones de los escolares como “cosa de chicos”, sin alcanzar a darles generalmente la importancia que en realidad tienen. No obstante en este primer contacto de los niños con un medio social exterior al hogar y en esta iniciación del trato con personas extrañas, reside también la base de la personalidad que empieza a desenvolverse.

Es curioso que la más extendida y popular de las instituciones públicas sea la que menos inquietudes despierte. Raras son las personas que sin estar directamente vinculadas a la escuela se interesan por ella, reinando en torno de tales preocupaciones el criterio general de que se trata de actividades para viejos o jubilados. La consecuencia de esto es que la escuela actúa sola, librada a sí misma, sin otra esperanza que la que puede poner en sus medios, siempre insuficientes.
Si el niño es “prodigio” el padre y la madre se preocupan por él; pero ni aún en ese caso van más allá de lo que individualmente les interesa. Lo general es que los padres, aún los pertenecientes a medios cultos, se desinteresen por la institución a la que, sin embargo, entregan la formación de sus hijos.

Por qué la Escuela no interesa

En los  medios incultos es explicable…El adulto analfabeto o semianalfabeto debe sentir a medias solamente la necesidad  de la educación.  No obstante de éstos es que salen a veces los grandes amigos de la escuela. Son los que comprenden su propio drama y quieren librar a sus hijos de la tara que constantemente les está pesando y está limitando sus posibilidades.

Pero lo que sorprende es que entre las personas ilustradas se encuentra también la despreocupación escolar. Tal vez la explicación esté en que en el país hay un prejuicio universitario que pesa sobre el juicio de las gentes. Se le asigna gran importancia a la universidad, a Secundaria y a las Facultades, a la vez que se subvalora la misión de la escuela primaria. Fácil es comprobarlo, inclusive, por el reconocimiento y jerarquía de que está investido el profesor universitario frente al maestro de escuela.

Y aquí aparece un profundo error. Uno de tantos errores, de los garrafales errores que cometemos al hacer la valorización de nuestras instituciones sociales. Porque a Secundaria alcanza sólo algo más del 10% de los alumnos de las escuelas primarias, quedando por consiguiente, más del 80% de la población escolar sin otra educación que la elemental.

Socialmente este hecho tiene una significación fundamental, ya que la cultura, en este sentido, toma ante todo el valor de la cantidad de individuos a los que beneficia, que son para el caso nuestro, las cuatro quintas partes de la población escolar, que queda sin otra enseñanza que la que recibe en las escuela primarias.

Los perjuicios  que traen la despreocupación de los medios cultos

La escuela, perdido o no alcanzado el rango que le corresponde, cae en un creciente desprestigio  Si necesita dinero se le da retaceado. Si tienen que ampliar  su esfera de actividades, siempre se encontrará entre dificultades que coartan su acción. Si debe mejorar técnicamente, encontrará permanentemente la resistencia a la inercia, que es una forma de resistencia, de los advenedizos sin preparación y sin responsabilidad pedagógica, que ocupan los cargos directivos. Porque sabido es que con la complacencia o la indiferencia de todo el mundo, los cargos más altos de la enseñanza primaria no se llenan con técnicos, sino simplemente con hombres dedicados a otras profesiones, que venidos al organismo escolar actúan a su frente, unas veces con acierto y otras no pero siempre al solo impulso de inspiraciones propias que, por generosas que pudieren  ser, no están fundadas en un a sólida preparación, que sería para cualquier sentido común, la primera y fundamental exigencia.

Y de eso son responsables, en primer término, los que, actuando e influyendo en los medios cultos, han abandonado totalmente a la escuela, dejándola librada a su solo destino.

Sin embargo tarde o temprano tendremos que entrar en razón. Países hay en América, precisamente los que realzan un movimiento educacional más enérgico y lleno de contenido, que han reaccionado contra ese abandono escolar. México y Chile constituyen un ejemplo como lo constituyó en Europa la República Española.

La función social de la Escuela

Y es lógico esperarlo así.
Cuando la escuela era sólo un centro de desanalfabetización, muy poca fuerza de atracción podría tener. Enseñar a leer y escribir es mucho pero eso sólo no prepara para la vida, ni cubre las necesidades vitales de los niños.
Ahora la escuela va ganando contenido social. No sólo se va convirtiendo, a medida que los maestros van adquiriendo una nueva conciencia, en una verdadera formadora de colectividades, sino que actualmente, mejora el nivel de vida del educando y resuelve sus fundamentales necesidades.

Prueba de ello es la generalización de los comedores que funcionan en la mayoría de las escuelas del país y que benefician a cuarenta mil alumnos: como asimismo la distribución de ropa y calzado que también alcanza a cifras insospechadas.

Y es en ese aspecto en el que la escuela tiene más amplio campo de acción. Los tiempos nuevos requieren, superada la simple casa de se enseñaba a leer y a escribir, una verdadera escuela social.

Los problemas presentes

Hace algunos años el Sr. Oscar J. Maggiolo, Director General de E. Primaria, denunció una serie de hechos sensacionales: el atroz estado sanitario de los escolares, su desnutrición, la escasez de locales, el hacinamiento de alumnos, la carencia de material, de maestros, etc. Durante un tiempo el problema escolar fue el tema de moda. Pero las modas pasan y antes de haberse logrado los elementos necesarios para resolver las dificultades ya nadie se acordaba que éstas existían.

Del pomposo plan trienal, pudo llevarse a cabo, retaceada, la primera parte. Pasó el trienio y con él la esperanza de las soluciones.

Se pedían 200 escuelas y se crearon 120. Se necesitaban 1.500 maestros y se crearon 600  cargos. Se reclamó un plan de edificación y se votaron tres millones de pesos que además de ser insuficientes, dieron lugar a un enojoso conflicto entre el Consejo y el Ministerio de Obras Públicas. Mientras tanto la población escolar aumentó en diez mil alumnos, creando, por consiguiente nuevas y crecientes necesidades. Porque una de las razones que hace que la escuela esté siempre en déficit es la de que cada año el alumnado aumenta en cuatro o cinco mil niños, promedialmente, sin que hasta ahora se haya tomado ninguna medida que resuelva tal situación.

Pero  entre los problemas de orden material, el más importante es la situación del magisterio y la desconsideración social en que vive. Sueldos irrisorios; una legislación jubilatoria realmente leonina; la creciente desocupación mientras a la vez denuncia la falta de escuelas y de maestros; la desconsideración que nace de no permitirles intervenir en la dirección de la enseñanza; en general la existencia de un estado de cosas que contribuye poderosamente a deprimir la jerarquía social  que debe tener el maestro de escuela.

Orientaciones pedagógicas.

El clima general que hemos señalado ha contribuido poderosamente a matar iniciativas y a desnivelar el adelanto profesional del magisterio con las realizaciones que han logrado concreción. Además sobre los maestros pesan aún los años anteriores. En una colectividad formada en su mayoría por mujeres, dependiendo directamente del Estado, y con una marcada tendencia hacia la burocratización, el proceso reaccionario cumplido en la época del anterior Director de Enseñanza, está gravitando hasta el presente. Pesa no sólo en el legado que dejó como selección al revés, que llevó a los menos capaces a los puestos de mayor responsabilidad, sino también como inseguridad, como temor a obrar con independencia, como incapacidad para defender con decisión fueros profesionales y direcciones propias.

Cierto es que de esta crisis vamos saliendo; pero también es cierto que con ritmo muy lento.

Dos hechos hay, no obstante, que disipan sombras del cuadro. En primer término, una promisoria movilización de abajo a arriba y del campo a la ciudad, que actualmente agita y tonifica al magisterio. Expresión concreta de esto es la actual organización de un congreso nacional que tendrá, por las tendencias que en él apuntan, proyecciones insospechadas. Otro, el trabajo silencioso pero tesonero que realizan algunos maestros de real valor con el propósito de mejorar técnicas y definir orientaciones.

Y lo más interesante es que en uno y en otro sentido se trabaja con orientaciones que buscan raíces en la realidad nacional; que tienden a estructurar una escuela uruguaya, para darle a ésta una configuración actual y propia.

Pero estas tendencias triunfarán en la medida en que todos arrimemos el hombro para elevar a la más popular de las instituciones de cultura al nivel de la consideración pública que su valor y extensión social le asignan”.

Los derechos de los padres. Religión y Educación

He aquí un tema viejo. Viejo y duramente polémico. Los derechos del niño; los derechos del padre.

¿Desde  dónde y hasta dónde? Se han de haber gastado toneladas de tinta por los defensores de los sagrados derechos del niño ante la invasión de los mismos por la pretensión de los derechos totales del padre sobre el hijo; y viceversa: la posición que defiende el derecho de los padres sobre el destino de los hijos.

Julio Castro trató una vez –más de una vez – el tema. Pero hay una página de antología. Salió sencillamente como todas sus cosas, un viernes de MARCHA.

Difícilmente puede buscarse un decir más con menos sobre el tema e inclusive con fino estilo literario. La tituló “Los padres y los Hijos”. Julio Castro fue hijo de un hogar campesino con problemas; fue padre; fue maestro que experimentó –con éxito – sus criterios educativos en el área que motiva esta nota que comentamos, en una escuela primaria donde trabajó años y en  la que la mitad de sus alumnos procedía de hogares católicos y la otra mitad de hogares judíos. Vale decir que, de nuevo, Julio Castro “no canta por tener ganas, sino por saber cantar”.

Los padres y los hijos

“Una “Semana de Turismo” más larga que la que determina el almanaque nos obligó a permanecer ausentes de esta polémica.  Al regreso hemos encontrado lo que temíamos: del juego de ideas se ha pasado al juego de fuerzas y lo que empezó como discusión va terminando en lucha libre.

Dejemos que el “escombro”  se cargue en otras carretillas. El asunto tiene la suficiente entidad como para discutirlo al margen de la pelea constitucional. Se trata del destino de nuestros hijos y de lo que nosotros podamos aportar para la mejor formación de los jóvenes.
Basta y sobra como razón para no salir de una actitud, no desdeñosa pero sí prescindente, en la incruenta batalla desencadenante.

En el número de MARCHA del 12 de abril dejamos planteado el asunto que hoy nos ocupa: el problema de los padres con relación a sus hijos y sus obligaciones y deberes en materia educacional. Además, siguiendo al Dr. Regules en su exposición inicial, el otro del HIJO y el NIÑO.

Algunas réplicas publicadas en el Semanario, – que agradecemos, y en parte contestamos – tomaron como solución lo que fue sólo  un planteamiento. Esperemos que la continuidad de la discusión aclare un poco  el panorama.

El niño y el hijo

El siglo empezó con una pedagogía de “el niño”. Y en la época de un optimismo del que ya no quedan ni las cenizas se llamó a éste “el Siglo de los Niños”. Lejos estaban de pensar quienes así  lo bautizaron que  a los cincuenta años cambiaría aquel nombre inocente por el de  “La Era Atómica”.

El movimiento educativo de entonces se basa en un hecho muy claro y sencillo: el niño por su sola condición de tal, tiene ciertos derechos que le son propios. Vale decir que están o que deben estar por lo menos más allá de la influencia de ciertas potestades. Que obligan a éstas además, en su beneficio. Nadie puede negar que el niño no tenga derechos a ser protegido, a ser asistido, a ser alimentado, etc.

Entre esos derechos hay uno de esencia más sutil que cobra importancia fundamental dentro de los términos de esta discusión: es el que se refiere a su LIBRE DESENVOLVIMIENTO.

Todo niño es un hombre o una mujer en proyecto. Como tal debe realizarse y para ello debe cumplir un proceso biológico, psíquico, espiritual, de desarrollo. Ese proceso se cumple necesariamente por la acción combinada de dos fuentes  que lo generan: una interior, propia del niño, natural, diríamos,  de todo ser que crece y se desenvuelve: otra externa, que le viene como coacción impositiva del mundo que lo rodea. Ninguna de las dos es pura; ninguna de las dos se da en forma exclusiva. El matiz de diferencia más profundo en ellas es que una tiene más potencia como fuerza inicial, la otra la tiene como programa de vida sujeto a fines. Tal vez también la primera por su   raíz biológica, sea más auténtica que la segunda.

El libre desenvolvimiento a que nos referimos más arriba, no puede ser irrestricto. Necesariamente está condicionado por estas dos fuerzas, en cierto modo tutelares. Si actuara sólo la primera el libre desenvolvimiento lo llevaría, por lo menos, a la inadaptación.; si sólo la segunda, se ahogaría en él todo lo que tiene como posibilidades de ser lo que él puede ser para convertirse en ser lo que otros quieren que sea.

El esfuerzo pedagógico  de principios del siglo tuvo como fin la limitación  de una de estas fuerzas y la exaltación de la otra. Se justifica, porque la autoridad impuesta de afuera ahogaba a la capacidad de libre desenvolvimiento. La necesidad polémica llevó seguramente a posiciones excesivas. Pero es evidente que el RESPETO  HACIA LA CONDICIÓN DEL NIÑO, no sólo  es una actitud noble, sino encuadrada juiciosamente dentro de los límites racionales del problema.

No hay, un NIÑO y un HIJO. Todo hijo es también un niño. Por consiguiente su condición de hijo no le priva de los derechos que le asisten como niño. Aquí está el nudo de la cuestión. Porque esos derechos limitan, – o por lo menos suponen limitación – a la autoridad irrestricta de los padres. Un padre, en la correcta actitud de tal, no puede hacer lo que quiera con su hijo, ni tampoco puede dejar discrecionalmente que su hijo sea lo que quiera ser.

Durante siglos  la autoridad paterna fue discrecional. El padre mandaba: el hijo obedecía. La organización familiar era fuerte, segura, permanente, bajo el poder de una autoridad. No estamos muy seguros de que fuera justa ni de que la sumisión impuesta no entrañara lesión a los otros miembros de la familia. Por algo los que añoran aquellos tiempos son los padres y no las esposas y los hijos.

La discrecional autoridad paterna quebró muchas vidas y muchos destinos. Además generó el secular conflicto entre las generaciones. Cuando las potencias internas del muchacho eran fuertes y rompían el ahogo impuesto, aparecía la rebelión. El hijo rebelde es la consecuencia lógica de la tiranía de los padres.

La limitación de la autoridad paterna

Creemos que las restricciones a la autoridad discrecional de los padres son un signo de progreso y de dignidad dentro de la organización actual de la familia. Un LECTOR  en su carta del número anterior dice: “la limitación de la potestad paterna en el plano de la formación de la personalidad del hijo se hará en favor de otra potestad individual o institucional. Puede ser del Consejo de Enseñanza, del Consejo del Niño o de cualquier otro Consejo; en definitiva del Estado”. Las soluciones así propuestas  van por cuenta de don Terencio Lipio, autor de la carta. Por nuestra parte entendemos que las limitaciones a la autoridad paterna deben venir en primer lugar de una correcta interpretación  de ésta por parte de quienes la poseen. LOS PADRES DEBEN COMPRENDER QUE NO SON LOS PROPIETARIOS DE SUS HIJOS.  Que sus hijos son bienes que ellos han creado, pero que ese hecho no les autoriza a una jurisdicción de propiedad sobre ellos.

La mayor parte de las restricciones a que nos sometemos en el diario vivir no suponen preceptiva ni sanción legal. Ésta de la autoridad de los padres no tiene por qué tenerlas. Por ello,  de ningún modo puede atribuírsenos el propósito de querer delegar  en el Estado la tutela  de los hijos. Somos de aquí y de ahora y escribimos aquí y ahora. Somos viajeros de Amdet y Afe y por veintiséis años fuimos funcionarios de Enseñanza Primaria. Sabemos lo que son los organismos del Estado., corroídos por el tres y dos, por la politiquería menuda, por el compadrazgo barato. No estamos, como decía uno, ni locos, ni borrachos, ni dormidos, para confiar a la tutela del Estado y de sus organismos de gobierno la formación de nuestros hijos. Menos para proponer tal cosa como solución de carácter general.

A cambio, entendemos que la autoridad de los padres no puede transgredir, imponiéndolos, los fueros reservados al proceso de desarrollo y maduración de sus hijos. El límite a esa autoridad, variable para cada persona y para cada situación, no puede ser impuesto desde afuera. Tiene que determinarse por la propia conciencia que el padre tenga de su función de tal.

En uno de los aspectos en que los fueros reservados al hijo se invaden sin ninguna reserva es, precisamente el de la formación religiosa.

El padre cree, y tiene la convicción, la seguridad profunda, de que lo que cree es la verdad. En  base a esa seguridad transfiere a su hijo,  imponiéndosela, su creencia. Lo forma, lo moldea, de acuerdo a su fe. Le da un destino, un modo de vida, una concepción del mundo, que él ha adoptado para sí y se lo impone de acuerdo a las técnicas impositivas de que se vale la catequización. El niño cree porque no tiene más remedio; porque lo presionan para que crea. La casuística de las preguntas y respuestas que todos aprendimos de  memoria; el terror a lo sobrenatural – me acuerdo todavía: “100 años estuvo un niño en el purgatorio por no haber levantado los ojos al rezar el Padrenuestro”; “Quinientos años estuvo un padre por no haber dado  protección a sus  hijos”. –el deslumbramiento del ritual y la ceremonia; la amenaza constante del castigo eterno, son todas formas coactivas  de probada eficacia.

Cuando la catequización se cumple el padre ha logrado un triunfo: su hijo cree como él. Olvida cuánto ha sorprendido, cuánto ha  hollado, cuánto ha ahogado y cuánto ha impuesto, en un ser cuya inocencia inicial lo presentó en total indefensión frente a la acción catequizadora.

Todos sabemos lo que han sido históricamente las luchas religiosas y la sangre que ha corrido entre los hombres por imponerse unos a otros un modo de entender a Dios y un sistema de creencias. Nadie puede afirmar hoy que la noche de San Bartolomé fue “para mayor gloria de Dios”, ni puede creer que las matanzas de Cholula, “donde la sangre alcanzaba a la rodilla”,  fueron actos de santidad. Sin embargo en esencia, tales hechos ocurrieron bajo el signo de la imposición religiosa. Como los hay  suavemente persuasivos, hay también modos brutales de transferir la fe.

El padre cree y dentro de su esfera personal él es responsable de las consecuencias actuales y futuras derivadas de su concepción religiosa. Pero  de ahí a que  imponga a su hijo sus creencias y lo obligue a sufrir las consecuencias que resulten  de las mismas, media un campo. Ese es el campo donde el padre debe limitar su propia jurisdicción.

La vigencia de lo religioso

Sin embargo el mundo de lo trascendente existe y no podemos eliminarlo por simple decreto. Existe, simplemente, porque está  en nuestra propia condición humana. El que hizo a los hombres – podría habernos hecho más lindos – les dio capacidades que van más allá del mundo natural que nos rodea. Les dio ámbito, dentro de su condición de humanos, más amplio que el limitado por su experiencia directa. Les dio en el tiempo, en el espacio, en el mundo de los valores, capacidad de proyección ilimitada. No nos atreveríamos a afirmar que ese mundo existe independiente de la creación humana; pero no hay ninguna dificultad en comprender que existe, ya que dentro de él, cotidiana y modestamente nos movemos.

No hay dificultades para ayudar a los niños a que entren en contacto con ese mundo e inclusive a que desentrañen muchos de sus contenidos. No las hay, -¿eh, don Terencio? – en encaminarlos a comprender que Beethoven vale más que Canaro, hasta que cobren conciencia  -aunque sea nebulosa- de una jerarquía de valores. En moral, en educación de vida, en arte, eso es posible y lo afirmamos así porque con millares de niños y por decenas de años lo hemos hecho.

Pero también es posible en materia religiosa. Con centenares de niños y por una decena de años, TAMBIÉN LO HICIMOS. La experiencia – que no es para contar ahora- ocurrió porque en una escuela que padeció nuestra presencia durante ese lapso  sucedía el hecho excepcional de que la mitad de los niños tenía una formación religiosa –no católica – cerrada e intolerante que creaba, inclusive, situaciones de  conflicto. Para resolver éstos, hicimos nuestra “experimentadita”: cosa de diez años de trabajo y una conclusión.

Si lo religioso pertenece al mundo del ser humano, si tiene su vigencia legítima en él, no vemos por qué haya que eliminarlo de la formación de los jóvenes. Entenderlo de otro modo es una estafa y además una torpeza y una cobardía. Como es igualmente torpeza y cobardía, largarlos solos, sin protección y sin ayuda, a que se  “las arreglen”, en el momento del despertar ciego de los problemas y conflictos de orden sexual.

Pero en lo religioso se puede actuar sin catequizar y a la vez  sin negar. Se les puede enseñar a los muchachos cómo los hombres tienen diversas ideas sobre Dios, sobre la creación, sobre el Juicio Final, sobre los premios y los castigos trascendentes. No hay ningún problema en explicarles cómo las religiones evolucionan a través del tiempo y como las distintas concepciones de Dios no son falsas ni verdaderas sino en el alma de los creyentes. No hay dificultad didáctica en hacerla, lo afirmamos porque lo hemos hecho.

Esta actitud docente, que no es prescindencia de lo religioso, abre en el muchacho las posibilidades de adentrarse en un mundo que era misterioso y esotérico. Le permite comprender muchas cosas, y  si su temperamento místico lo inclina hacia la fe, le da camino abierto a sus  impulsos vocacionales. Entonces el muchacho creerá o no de acuerdo a su conciencia. Muy distinta actitud espiritual de la del que cree porque lo acorralan y le imponen una creencia aprovechando de su inmadurez y ahogando los primeros intentos de su sentido crítico.

Un problema fundamental

La importancia que le asignamos a este aspecto de la formación de los jóvenes es fundamental.
Comprendemos que el asunto es delicado y que sólo un fino y elaborado sentido de la docencia, puede autorizar su práctica.  Pero en esta área no hablamos en términos de practicidad, sino que, simplemente, dejamos una ubicación en el problema. Enseñar es un trabajo difícil porque supone mucho más que trasmitir conocimientos.  Para éstos hay una regla mágica que es la verdad; se enseña lo que se sabe como verdad objetiva. Pero más allá del conocimiento de las cosas está todo el proceso de formación de la personalidad en el que el niño debe ser asistido. En este plano superior es donde común y bienintencionadamente los padres se exceden. Si esta nota puede contribuir a que algunos de ellos ajusten su ubicación en la función que les corresponde como parte del mundo en que se forman sus hijos, nos daríamos por satisfechos”.

Padres e Instituciones educadoras de sus hijos

Nadie  discute la necesidad de que la educación de los niños y jóvenes debe ser el producto de un ensamblamiento perfecto de estas dos variables: Escuela-Hogar. Tan cierto se está en la teoría, tan redicho está  el concepto, que cualquier habitante de otra galaxia que nos juzgue por la información que tenga sobre lo que hablamos y escribimos al respecto, nos visitaría con la absoluta seguridad de que en estas  tierras -“para mayor gloria de la educación del pueblo” –el binomio escuela-hogar juega cada uno su papel e un ajuste de “pas de deux” perfecto con el otro.

Nada más falso. Leamos la auténtica verdad escrita por Julio Castro el 18 de marzo de 1949, Nº 471 de Marcha ¡hace treinta y ocho años! En nota a la que cuando escribimos este comentario: 18 de marzo de 1987, no hay que quitarle ni ponerle coma. Eso sí: autoridades, educadores, comentaristas de los medios de difusión, etc., etc., seguiremos recitando el verso del binomio escuela-hogar, sin dar un solo paso para que el acercamiento sea. Porque no es. Y porque hay una dura realidad que impide que lo sea.

Título de la nota de Julio Castro: “Ahora que empezaron las clases”. Extractamos de la misma el sector que más se refiere al tema de la relación Institución Educativa-Hogar. Dice Castro:
Ahora que empezaron las clases

“Todos los años, por estos días, cobran actualidad las cuestiones vinculadas con la enseñanza. Grandes y chicos se encuentran frente a la reiniciación de las clases y todos, aunque sea por poco, nos sentimos más o menos pedagogos.

Para ayudar a esta pedagogía casera, no por ello menos meritoria, vamos a aportar algunos elementos de juicio, tomando la cosa en una proyección más general que la perspectiva individual y doméstica, con que comúnmente, padres, hijos, profesores y alumnos, hacen sus enfoques.

De algo puede servir que contribuyamos a exaltar este interés ocasional. Interés que más que muchos otros, debía tener a padres y profesores durante todo el año en permanente preocupación.

Si un hombre caído de otra parte hiciera un registro de impresiones en estos días, no podría omitir la preocupación popular en torno a lo que ocurre en las escuelas y los liceos. Es el tema de la mesa y de la casa, el obligado de la prensa;  el de la conversación intrascendente del encuentro callejero.

Que mi nene empezó la escuela; que ingresa a tal año; que cuál escuela es la mejor; que la maestra es así o asá; que ya sabe tal letra o tal número…

Pero si ese hombre cayera de otra parte dentro de un mes se sorprendería al constatar la desaparición de toda esa preocupación educacional. Aunque los alumnos sigan sus clases, y aunque a diario lleven a sus casas la vida del centro docente al que asisten.

Esto, como todo en nuestro país, vive la evolución eruptiva e inofensiva del sarampión. Ese padre que habla todo el día de su hijo y de la escuela de su hijo, que realiza movimientos en torno a problemas escolares los primeros días de marzo, y que inclusive es capaz de patrocinar una huelga o una protesta, es el mismo que quince días después no se allega a la escuela por desidia, ni en respuesta a una triple citación.

Es un hecho que los maestros y profesores conocen muy bien: aquí donde se habla tanto de enseñanza y donde todos estamos convencidos de que hemos creado el país más culto del mundo, no  existe ni amor ni emoción popular por las instituciones de enseñanza.

El padre concurre a la escuela o al liceo si lo llaman; y no siempre de buena gana. En general, no se interesa por el proceso de formación que va cumpliendo su hijo y hasta considera un irrespeto a su tranquila digestión, toda inquietud o preocupación que pueda venirle de la escuela. Es más: sigue siendo tan corriente como hace cincuenta años el  -“¿Y eso te enseñaron en la escuela?” o el – “¿Para qué  vas a la escuela si no has aprendido eso?”.

Como si la formación de un muchacho fuera obra  exclusiva de la escuela, y como si ésta tuviese la obligación es estar en todos los golpes.

Idiosincrasia criolla y algo más

Hay algo de idiosincrasia criolla. Aquí el padre no pierde de vista el registro de tiempos que han cumplido los pingos en Maroñas o en Las Piedras, y mucho menos los líos y conflictos de los clubes y la composición de los cuadros que van a jugar el domingo. Las madres atienden más a la lista de quinielas y al “chimento”  del vecindario, a la crónica policial o a “la obra” que la radio eructa diaria y metódicamente. Y claro, la gente está muy ocupada para pensar que la escuela es también su casa, porque es la casa donde su hijo se está educando y que, por consiguiente, necesita de su atención.

Hemos llegado a una conclusión, atrevida si se quiere, pero que está abonada por muchos años de experiencia: la escuela donde todo se le da al niño, va creándose obligaciones, sin generar deberes para la otra parte.  Dicho de otro modo: el local, los maestros y útiles, la copa de leche, la túnica y el calzado, el pan, el almuerzo, etc. dados gratuitamente, como se hace entre  nosotros, han generado una despreocupación creciente en los padres cuyos hijos se acogen a todos esos beneficios. Si todo lo hace la escuela, es lógico que ellos no hagan nada. De la posición de simple aceptación se pasa muy fácilmente a la de exigencia. Son más los padres que no dan nada a la escuela y vienen a exigir, que los que dan o vienen a ofrecer.

De esto también tiene buena culpa la propia organización escolar y lineal. Escuela y liceo viven a puerta cerrada. La intervención que se solicita  a los padres mediante las Asociaciones o Comisiones pro Fomento, se reduce a la contribución mensual. No se asignan ni objetivos  ni tareas concretas, para que se realicen como contribución efectiva al trabajo escolar. Y por eso el padre se acostumbra a ver a la escuela como una cosa ajena a su experiencia y a su vida.

Hace algún tiempo veíamos un liceo de la Capital que quiere ser otra cosa que una casa para fabricar bachilleres y con complacencia nos enterábamos de toda la labor extraescolar que allí se realizaba. Labor cultural, labor deportiva, etc. Sin embargo, ningún signo pudimos percibir que demostrase inquietudes o actividades de orden social; de relación entre el liceo y la vida del barrio; de interacción efectiva entre la muchachada y el vecindario.

Escuelas y liceos siguen siendo “templos del saber”, donde aún se cree  que se sabe cuando mejor y con más precisión se repite. Donde se sigue creyendo que las fundamentales fuentes de formación están en la biblioteca, el laboratorio o el aula y donde aún no se ha logrado hacer que la vida, con sus realidades, con su lucha diaria, con el trabajo que la fundamenta, cobre la jerarquía de elemento que contribuye a hacer hombres y mujeres de los adolescentes que en tales institutos se están formando.

Así escuelas, así liceos y así, terriblemente así, facultades.

Las víctimas de esta orientación, en última instancia, son los estudiantes que, terminando con éxito sus cursos en el mejor de los casos, empiezan luego a darse de cabezadas con la realidad. Con una realidad de la que no tuvieron noticias, durante todo su proceso “de formación para la vida”, como proclama la pedagógica “muletilla”.

La crisis en Secundaria

Julio Castro amasó su experiencia de educador desde el área de educación primaria, fundamentalmente. Pero era un educador integral. Su quehacer era la educación. Como problema del hombre. Le oímos muchas veces criticar duramente ese partir en trozos al muchacho que ocurre con nuestro modo de encarar esto de las ramas de estudio: primaria, secundaria, superior.

De modo que es natural su preocupación por este aspecto de nuestra educación. Allá por 1955, en el Nº 779 de Marcha, bajo el título de La llamada “Crisis de Secundaria”,  Castro quiebra su lanza con una revisión del problema que, una vez más, en la mayoría de sus facetas y ajustados datos estadísticos, tiene vigencia  hoy. Dice Castro:

La llamada “Crisis de Secundaria”

“Secundaria sufre las consecuencias de su crecimiento en el orden material – locales, recursos, profesores, mobiliarios, menaje, etc.; pero el aspecto más importante de su crisis, si es que así puede llamársele, está en la confusión que existe con respecto a la finalidad que debe llenar.  Antes todo era claro y congruente. Ahora otras necesidades han cambiado las cosas, y éstas exigen nuevos ajustes.

Es cierto que Secundaria crece. Y lo hace en dos sentidos: por un lado aumenta la población en cada liceo; por otro, año a año se crean liceos nuevos, llegando ya a algo más de cincuenta los existentes.

Para satisfacer las necesidades del crecimiento constante los liceos han recurrido al funcionamiento en dos, tres y hasta cuatro turnos; han aumentado su capacidad mediante anexos y en última instancia, para no dejar a los muchachos sin clases, los han hacinado en grupos numerosos, forzando la capacidad siempre limitada de los locales.

Por otro lado, como decíamos, se fundan todos los años nuevos liceos. A principios de siglo la enseñanza secundaria radicaba sólo en la Capital; pero en la segunda década se fundó uno en cada capital de departamento. Después se extendieron a otras ciudades y se establecieron en barrios de Montevideo. Hoy no hay pueblo de dos o tres mil habitantes que no tenga su liceo. Libertad, La Charqueada, San Gregorio, tienen también los suyos.

A la vez, los liceos habilitados, fundados y mantenidos por particulares han crecido igualmente. Salvo dos o tres, los demás pertenecen  a congregaciones religiosas o a colonias extranjeras. Unos y  otros entre los últimos cumplen, a la vez de su función específica de enseñar, la de mantener la cohesión ideológica de los grupos – religiosos o nacionales – que los sostienen.

El liceo: ¿Debe ser para todos?

Esta extensión en los hechos va demostrando que la enseñanza secundaria tiende a generalizarse, a hacerse para todos. A los hechos además corresponde una posición doctrinaria: la que aspira a que el liceo no solamente sea gratuito, sino también obligatorio. Para quienes piensan así el ciclo escolar no terminaría sino hasta finalizar el cuarto año liceal. Todos los jóvenes,  además, deberían cumplirlo íntegramente.

Tradicionalmente, sin embargo, la enseñanza secundaria fue una institución restringida. Se la consideraba como la preparación para el ingreso a la Universidad y por consiguiente era cursada sólo por aquéllos a quienes la vocación propia o la decisión familiar les asignaba el   camino de las aulas universitarias. El niño iba al liceo  y los padres ya decían con orgullo: “Está estudiando para doctor”.

El hijo del doctor no podía ser menos que su padre; el de la familia que, sin título ni talento, aspiraba a subir un punto en la escala social, tenía, para conseguirlo, la conquista de un título profesional; el inmigrante sin tradición familiar pero con dinero, estaba en las mismas condiciones. La enseñanza secundaria fue selectiva. Los mejores, socialmente; tal vez también los más capaces, eran los destinados a ella.

Para un destino universitario imbuido de saber académico, se preparaba a los jóvenes iniciándolos  en ese tipo de saber .Para una sociedad selecta, se restringía el número en base a la calidad. El sistema era lógico, congruente. Respondía a fines claros y precisos. Si  “profesionalmente” no debía ser cualquiera, tampoco cualquiera podía ingresar a secundaria.

Pero el país fue cambiando con el tiempo. Las facultades se abrieron a todo y una clase media ávida de mejor destino invadió los centros de enseñanza. Los movimientos  de Reforma Universitaria que tanta resonancia tuvieron en el primer cuarto de siglo, fueron el efecto de esa irrupción.

Como consecuencia la enseñanza secundaria se fue extendiendo y desbordó el fin tradicional de preparar para la Universidad. En su valor intrínseco dejó de ser un tránsito para tomar jerarquía de entidad propia; en sus proyecciones sociales perdió el carácter selectivo que la inspiraba para convertirse en una institución popular.

Otra consecuencia de esa transformación: el liceo de antes estaba más vinculado a la Universidad que a la escuela porque se definía  por sus fines. Ahora se vincula más a la escuela que a la Universidad porque se define por su propia naturaleza. El joven liceal antes era un proyecto – un proyecto  de doctor-  ahora es, simplemente, un joven.

La incongruencia actual

El andar del tiempo, la evolución que ha sufrido el país, las nuevas exigencias en materia de educación, han ido afirmando en los hechos y en la teoría la extensión de la enseñanza secundaria como proceso de educación popular. Hoy nadie pone en duda la necesidad de que un niño vaya a la escuela; pocos discuten la conveniencia por lo menos de  que un jovencito vaya al liceo. Hay la necesidad de dar más preparación  en la compleja vida moderna que lo que da la escuela. El liceo se convierte así EN LA CONTINUACIÓN DEL CICLO ESCOLAR.

Todo andaría bien si la transformación hubiera sido integral. Pero desgraciadamente no fue así. La enseñanza secundaria dejó de ser preparación necesaria para la Universidad y se ha ido convirtiendo en escuela para todos; dejó de pertenecer a la clase selecta para hacerse popular: cambió la vieja limitación por una irrestricta amplitud,  y sin embargo, sustancialmente sus métodos y programas, su estilo de vida, sus técnicas docentes, siguen siendo las de antes: académicas, verbalistas, librescas, “textiles”.

Aparecen así incongruencias evidentes:

-Si la enseñanza debe ser para todos, no es posible que se ajuste al molde de un ingreso a la Universidad, porque en ésta sigue un mínimo porcentaje.

-Si la enseñanza debe ser para todos, no es posible que el saber se adquiera por la vía exclusiva del libro o de la versión oral; ni que alcance solamente a lo intelectual; ni sea ascética de la realidad que rodea y condiciona la vida de los muchachos, ni sea, mucho menos,” desinteresada”

-Tampoco puede ser selectiva; ni exclusivamente destinada a los más capaces. Si es para todos, la selección debe venir después.

Creemos que la enseñanza secundaria debe ser sometida a revisión. Han cambiado sus fines y su misión social; no así sus métodos y técnicas y programas. Se ha creado un desequilibrio en la secuencia lógica de su función. Hay que coordinarla y articularla en acuerdo con los nuevos tiempos. Gente capaz y con comprensión del problema sobra entre su profesorado. Sólo falta poner mano a la obra –ya algunos la han iniciado – con visión de conjunto.

Para que esa revisión sea posible hay que elegir inicialmente entre dos caminos: o volver al pasado, o preparar para la Universidad; o buscar soluciones a una enseñanza secundaria para todos. Si se adoptara la primera posición la organización de Secundaria actual sin grandes modificaciones, puede servir. Si se toma el camino de la segunda, será necesaria una revisión de fondo. Entonces sería el momento de estudiar SI ES A LOS LICEOS O  A OTRAS INSTITUCIONES POST-ESCOLARES a las que corresponde la tarea de la educación secundaria para todos. Por nuestra parte creemos que la enseñanza post-escolar DEBE SER GENERAL, PERO NO UNIFORME y que si son los liceos los encargados de impartirla, deberán sufrir profundas modificaciones en su estructura y organización”.

“Ilusiones y realidades”

Al capítulo siguiente de este análisis sobre nuestra enseñanza secundaria, Castro lo titula “Ilusiones y realidades”. En él encara el aspecto estadístico del problema ante el fenómeno de la deserción escolar. Las cifras, obviamente, son las de aquel momento, pero el hecho es que actualmente sigue ocurriendo casi lo mismo; aún cuando no podamos documentarlo con la fuerza de las cifras totales del país sino con la muestra obtenida en el departamento de Maldonado – lugar en que estamos haciendo este trabajo –  muestra que puede ser elocuente ya que Maldonado también es Uruguay. Acusan tales números que ni el liceo es para todos ni la escuela es para todos. Y veámoslo tomando valores a 1987, ahora mismo:

Enseñanza Primaria

Alumnos inscriptos en 1º en  1981: 1806
Alumnos inscriptos en 2º en  1982: 1621
Alumnos inscriptos en 3º en  1983: 1593
Alumnos inscriptos en 4º en 1984: 1592
Alumnos inscriptos en 5º en 1985: 1546
Alumnos inscriptos en 6º en  1986: 1413

Enseñanza Secundaria

Alumnos inscriptos en 1er año en 1987: 813
Se puede comprobar una marcada deserción. Para el último lapso de 6 años de un 22 %  entre 1º y 6º  de Primaria y de un 45% si consideramos los inscriptos en lo escolar en 1981 (1806) y en 1º liceal en 1987 (813).
Un dato más para este año de 1987:

Alumnos inscriptos en los liceos del Dpto.:

En 1º: 1.177
En 2º  1.254
En 3º  1.034
En 4º     927
En 5º     877
En 6º     517

Los alumnos de 4º son el 78% de los de 1º y los alumnos de 6º el 43% de los de 1º.Es decir que en el aspecto del aprovechamiento de la educación pública y del cumplimiento de la obligatoriedad escolar seguimos sin resolver los problemas. En verdad que las cifras de deserción no son las mismas de cuando Julio Castro escribió su nota, pero  la verdad es que actualmente, 22 de cada 100 uruguayos entran al mercado de trabajo con menos de seis años de escuela. La obligatoriedad escolar no se cumple: el derecho a la educación es un derecho no ejercido cabalmente por nuestro pueblo y si mantener a un hombre en estado de ignorancia es un crimen, como decía Varela, es indudable que en este país muchos culpables de tal crimen andan sueltos. La guerra en que se empeñó Julio Castro sigue exigiendo armas y soldados.

La sensibilidad humana y la sociología militante de Julio Castro

Ese educador, sociólogo, hermano fraterno del hombre y contador cálido de sus peripecias, sus protestas y sus esperanzas que fue Julio Castro, sacó a luz para conocimiento del pueblo nuestro que se informaba  de muchos sucederes nacionales sólo a través de  MARCHA, la brutal realidad de los marginados de nuestros campos. La hoja de Julio de cada viernes fue en ese tema el tratado de sociología que llegaba  a todo nivel cultural y que “entraba” sin mucho diccionario y sin mucho antecedente académico del lector. Secreto del saber hablar al hombre desde el hombre.

Castro empezó por ir a los rancheríos, por convivir con sus pobladores, por tenderles una mano ayudadora de igual a igual.  Llevó con él a los jóvenes estudiantes de magisterio, inclusive de medicina, en las recordadas Misiones Pedagógicas, para hacerles sentir de cerca los problemas y sensibilizar al futuro educador rural frente al drama de la familia marginada, habitante del rancherío pura miseria, pegado a los lindes de la estancia en la que es mucho más complicación la muerte de un toro que la muerte de un hombre.

Y terminamos este andar de la mano de Julio, reproduciendo una de sus notas sobre las Misiones Pedagógicas. En ellas se evidencian su sensibilidad humana, su sentido de la realidad, su claridad para jerarquizar los problemas, su multifacética personalidad, su virtud de poner a pensar a la gente tras la lectura de sus artículos, su aporte a enseñarnos un Uruguay “tal cual es”. La nota que damos a continuación es una de las varias que publicó, calzadas con sus invariables J.C. finales, luego de la Misión Pedagógica a Pueblo Fernández, rancherío de frontera. Su sola re-lectura nos pondrá, sin duda, a re- pensar   a Julio Castro. Como ocurriera  con la muerte de un personaje de la historia de Francia, ante el vacío que dejó Julio Castro cabe decir lo que un político galo dijera en la instancia que recordamos:
-Esta muerte es peor que un crimen: es un enorme error.

Gente que sufre hambre y frío

“Aún abusando de la paciencia de los lectores, continuamos los datos recogidos en la Misión de Pueblo Fernández. Lo hacemos con toda intención. Es necesario “escorchar” hasta lo inaguantable para – aunque sea por cansancio – conmover la apatía general que hay en la ciudad para apreciar y sentir los problemas de la campaña.

Aquí se recoge la impresión de que a nadie le interesa nada el sufrimiento de sus semejantes. En estos días tan fríos, el saco de piel o el sobretodo de paño inglés –legítimo o de imitación – parecería que aíslan la sensibilidad de las gentes y les impide recordar que otros sufren frío y hambre.

Y esos otros, hay que recordarlo también, son nuestros compatriotas y nuestros hermanos. Seríamos nosotros mismos, si hubiéramos tenido la desgracia de nacer y crecer en un rancherío. Porque lo que de ellos nos diferencia, es, simplemente, una casualidad. Ellos serían como nosotros si hubieran nacido aquí. Nosotros seríamos como ellos si hubiéramos nacido allá.

Y sin embargo, los apartamos de nuestro mundo, como algo que molesta y enturbia la vida.

Hasta aquí llega el egoísmo de los más, complicado con el silencio de los menos.

La Vivienda

Alguna foto hemos publicado. La habitación en Pueblo Fernández es generalmente el rancho. Hay también casillas de lata o de zinc. Me sorprendió que se viese mucho  zinc en techos y paredes, e indagué sobre su origen. Nadie me supo dar razón, porque parece que proviene de muchos años y la gente se ha olvidado de por qué vino.

Los ranchos –  que alcanzan  el 78 por ciento de las viviendas – tienen por lo general dos piezas: una, “la sala”; la otra, el dormitorio. En la sala no hay nada o uno o dos bancos largos para que se sienten las visitas. En el dormitorio lo corriente es ver una o dos camas con bolsas, cueros o jergones como colchón. Hay una ausencia total de mobiliario y generalmente hay dos o tres habitantes para cada cama.

La cocina es una pequeña habitación vecina al rancho, unas veces; y otras, un fogón hecho afuera en el suelo. Comúnmente este fogón se resguarda del  viento con tres pequeñas paredes de un metro de alto, hechas de rama, paja o chilcas, y al descubierto. A pesar del frío intenso de aquellos días, no vimos fuego adentro en ningún rancho. Por lo visto prefieren el frío al humo de mataojo o chilca verde, que es la leña corriente.

Los ranchos son de “fajina” en su mayoría. Cuatro horcones de madera de monte, uno en cada esquina, son la base de la construcción. Luego las paredes son de ramas paradas, apretadas con varas transversales. Todo embarrado por fuera en barro y “liga”. Las puertas – medida corriente 1.50 x 0.50 – son de tablas de cajón. Las ventanas – 0.30 x 0.30 corrientemente –  no son frecuentes  y también son de tablas. El piso  es de tierra y el techo de zinc, de latas o de pajas.

Hay también algunos ranchos bastante prolijos. Pero son poco frecuentes. El tipo común de rancho es el que hemos descrito.

Los muchachos del equipo de estadística, sobre las fichas de los ranchos censados, lograron  establecer los siguientes porcentajes:
MATERIALES: Lata y barro: 40%. Otros materiales: 5 %. Lata:  15 %. Madera y lata: 10 %. Otros materiales: 5 %.
ABERTUTAS (PUERTAS)  Ranchos  con una  puerta: 10%; con dos puertas. 60 %. Con 3 puertas: 15 %. Con  4: 10 %. Con más de 4: 5 %.
ABERTUTAS (VENTANAS). Sin ventanas: 15 %. Con una ventana: 40 %. Con dos: 30 % Con tres: 15 %.
NÚMEROS DE PIEZAS. Ranchos de una pieza: 13 %. De dos piezas: 67 %. De  3 piezas: 16 %. De 4 piezas: 4 %.
NÚMERO DE HABITACIONES POR RANCHO: Siete (promedio)
PLANTÍOS: Con huerta familiar: 34%. Con chacra: 6 %. Sin nada: 60 %.

El menaje

Más  aún que la habitación sorprende el menaje. Salvo alguna olla, algún tacho, alguna caldera, algún elemental utensilio de cocina, no hay nada. No se ve nada de lo que es corriente en nuestras cocinas; como en los dormitorios no se ve tampoco ropa. Hay- ya lo había visto yo en Caraguatá – una escasez, para ellos fundamental, de baldes. Como la nafta y el kerosene vienen ahora en tanques, el antiguo balde de  18 litros ha desaparecido. De modo que el recipiente para traer el agua al rancho, o el que se necesita para cocinar donde no hay olla, es todo un problema. Un problema insoluble que determina la escasez de agua, por abundante que sea ésta en el arroyo.

Cuando terminamos de pintar la escuela, lo que con más codicia se nos pidió fueron baldecitos de la pintura. Tuvimos la impresión de que a los pocos que pudimos satisfacer les resolvimos una situación difícil. Por lo menos, así lo demostraba su alegría.

La ropa

La gente viste andrajos. El “bichicome” que aquí vemos por excepción es allí un tipo corriente. Esto no aparece tanto en el almacén o en la escuela – a donde los que tenían para cambiarse, venían vestidos con ropas más o menos decentes- ; pero en los ranchos la ropa es realmente miserable.

Se ve también que los más castigados por la miseria en lo que a ropas se refiere, son los niños. Al día siguiente de llegar, cuando hicimos la primera fiesta, yo  NO VI NINGÚN NIÑO CON CALZADO.  Y eso que hacía un frío intenso. Además los niños visten peor y andan más desabrigados que los mayores.

La miseria en este aspecto nos obligó a empezar a distribuir ropas de inmediato, sin esperar a obtener los datos que se hubieran necesitado para hacer la distribución más equitativa. Prácticamente la carpa de la ropería vivía en un permanente asalto. Como se llevaba un registro de nombres, la gente se los cambiaba para que les dieran dos veces y hacían toda suerte de trampas para obtener mayor beneficio.

Se ve que “el reparto” – la desdichada institución del reparto- allí, como en todas partes, ha dado su fruto. La gente pide sin pizca de dignidad, sin pudor. Y era lamentable ver personas que en todos sus actos eran correctísimos y que allí en la carpa de la ropería perdían la línea de un modo lamentable. La cosa llega a tales extremos que dos funcionarios del Estado, que ganan cualquiera de ellos más de cien pesos, vinieron a pedirme que los tuviéramos en cuenta en la distribución de ropas, uno pidió ropa para un niño y otro una frazada. Y por cierto que ninguno de los dos tuvo ninguna cortedad al hacer el pedido.

Con los repartos – ayudas de invierno o “actos benéficos”- se completa la corrupción de aquellas pobres gentes. Por una frazada, por un par de alpargatas, o un saco usado, que en definitiva nada remedia, se pierde hasta la dignidad de ser pobre.

Sin embargo el mismo día que regresamos, aparecía en la primera plana de un diario la foto de la Comisión de una escuela pública de Montevideo, presidiendo el ACTO PÚBLICO de un reparto de ropas hecho en beneficio de los alumnos. Se habría puesto, por lo visto, tanto cuidado en el beneficio como en la ostentación del mismo.

El analfabetismo

En pueblo Fernández hace muchos años hay escuela. Y por cierto que a la maestra que más tiempo estuvo allí se le recuerda con profundo cariño. Sin embargo, el censo de alfabetismo que realizamos dio resultados sorprendentes. De los hombres, el 90% no saben leer ni escribir, y de las mujeres, están en las mismas condiciones el 78 %.

Actualmente van a la escuela el 60 % de los niños y no concurren, aún en edad escolar, el 40 %. En la escuela hay tres maestras: una directora y dos ayudantes.

Este porcentaje de analfabetos plantea el viejo problema de la relatividad de la eficacia de la escuela rural. Los niños hacen los cursos de un modo irregular e incompleto. En su mayoría, aprenden rudimentos de instrucción primaria que luego el medio y la vida posterior les hacen olvidar.

De este 90 % de analfabetos muchos fueron a la escuela y aprendieron a leer y escribir. Ahora la escuela no les ha dejado nada. Lo único que habían aprendido en ella lo olvidaron.

Es difícil hacerlo entender, inclusive a muchos maestros. Pero no hay otro remedio que repetirlo una y mil veces. Para muchas gentes, aprender a leer y escribir es casi un lujo. Es, por lo menos, una necesidad que debe venir después que ya estén satisfechas otras más urgentes y primarias.

Hemos hecho del analfabetismo un problema nacional. Y está bien, porque es conveniente que todo el mundo sepa leer y escribir. Pero antes de hacer del analfabetismo un problema nacional, debimos hacerlo del hambre, la higiene, la sanidad, etc., etc. de esos analfabetos.

Los que magnificamos así el problema del analfabetismo, es porque ya tenemos satisfechas – para nosotros-  esas necesidades más urgentes y primarias.

En Pueblo Fernández, por ejemplo, antes de empezar a leer y a escribir hay que empezar por elevar la gente a un mínimo  nivel de vida.  Desde el rancho hasta la cama, la ropa, los piojos o la mugre, o la comida, constituyen cualquiera de ellos un problema más importante que el de la sapiencia o la ignorancia; que el de saber o no leer y escribir.

Y mientras la escuela rural mantenga el espíritu y los medios adecuados para encarar así su misión en los pueblos Fernández del país que ya suman centenares, los resultados de la enseñanza rural serán más o menos los mismos.

Tanta pavada se ha dicho y se ha hecho en materia de enseñanza  rural y tantas otras – desgraciadamente- se harán, que va este botón para muestra.

Pueblo Fernández es un típico rancherío de frontera, con todos los problemas comunes a los pueblitos fronterizos. Pues bien, durante treinta o cuarenta años se viene repitiendo que el problema de las “escuelas de frontera” es el lenguaje. Hay que contrarrestar la influencia y la infiltración del portugués –se ha repetido hasta el cansancio- oponiéndole una sana preocupación por depurar el castellano.

Y el problema es otro. Lo decimos nosotros, que llevamos ya una vida dedicada a la enseñanza primaria. Hay hambre, suciedad, abandono, promiscuidad, enfermedades. Hay que atacar todo eso. Y mientras eso no se combata, que sigan hablando la jeringonza que hablan. Se entienden y eso basta. Después que se corrijan, o, por lo menos, se ataquen los problemas de carácter económico, social y sanitario, vendrán las preocupaciones de orden cultural.

Nadie graduó mejor la urgencia de los problemas que aquel niño que entre el cine y los títeres, prefirió la polenta”.

Dos fichas más:

Ficha nº 18

Como en el número anterior, damos otras fichas tomadas al azar. Padre: 49 años. ¿Sabe leer? Si. ¿Sabe escribir? Si. ¿Trabaja? Si. ¿Gana? $1 por día. Clases de trabajo: jornalero. Madre: 30 años. ¿Sabe  leer? Si. ¿Sabe escribir? Si ¿Trabaja? No. Unión: ilegal. Tiempo: no saben. Hijos: 4. Edad de los hijos: 4, 6, 8, y 12 años. Habitación: Rancho. Metraje: 4 por 2 y medio. Piezas: 2. Material: barro y paja. No tiene plantío ni terreno.

Observaciones: cocina aparte de 1.50 por 1.60 de altura.
Otros datos: Hay sólo dos camas (para 6 personas) y una bolsa con yuyos. La cocina es de paredes de chilca y el fogón es en el suelo. El marido trabaja sólo en épocas de zafra.

Ficha Nº 5

Padre: 47 años. ¿Sabe leer?: no. ¿Sabe escribir?: no. ¿Trabaja?: Si. ¿Gana?: $1.20 por día. Clase de trabajo: jornalero. Madre: 37 años. ¿Sabe leer? No. ¿Sabe escribir? No. Trabaja: Si. ¿Clase de trabajo?: Lavado y acarreo de leña. ¿Gana?: $ 0.50. Unión: legal. Tiempo: 13  años. Hijos: 7: En edad escolar: cuatro. Edad de los hijos: 5 meses, 2, 4, 7, 8, 9, 11 años.

Habitación: rancho. Metraje total: 2 metros y medio por cinco metros. Nº de piezas: 2. Material: paja y barro. Plantío: no. Terreno: no.
Condición: agregado.
Nº de personas que viven en el rancho: 9.
Observaciones: No planta por las características  del  terreno.
Medidas de las puertas: un metro cincuenta por medio metro y un metro cincuenta por cuarenta centímetros. Una ventana de treinta centímetros por treinta centímetros. Otros datos: Hay sólo una cama de dos plazas y un jergón. De las dos piezas una es la sala.
La mujer trabaja 5 ó 6 días al mes.
Tuvo antes otra mujer en concubinato y dice ser padre de otros trece hijos.

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En el próximo número daremos noticia del estado sanitario del pueblito. El estudiante de medicina Miguel Ángel Rodríguez, que acompañaba la misión, obtuvo datos de gran interés que daremos a conocer. Adelantamos que en este aspecto de la sanidad las cosas andan más o menos como en los otros aspectos que ya hemos visto”.

J.C.

Marcha, 15/ 8/ 1947  Nº 392
Maldonado, mayo de 1987

Nota: Tomado del libro JULIO CASTRO EDUCADOR DE PUEBLOS
Ediciones de la Banda Oriental
Agosto de 1987

 

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