A manera de justificación

Cualquiera sea tu habitual menester
hormiga, ruiseñor o león
trabaja, canta o ruge con entereza y sin desvío.
Vibre en ti una partícula de tu pueblo.

José Ingenieros

El nueve de diciembre se cumplieron treinta y un años de la muerte de Homero Grillo; treinta y un años que inicié con él una aproximación bien singular.

Dice Barret que los sobrevivientes “anudamos largos diálogos” con “nuestros muertos queridos” para “engañar la tristeza”. No cabe duda, pero hay mucho más: en ese encuentro renovado, secreto, sutil a fuerza de buscar conocimiento y respuestas, se sigue cimentando la existencia.

La muerte nos plantea una forma diferente de relación con el que se fue; la unión se afirma y nos damos a ahondar en ideales, en sentimientos, en actitudes, en acciones, en posturas ante la vida.

De este acuerdo cotidiano nació la idea de acometer el presente trabajo.
Soy consciente de mis limitaciones, pero también soy consciente de que hay tareas que se nos imponen como un deber, como un compromiso urgente, ineludible y querido.

Es éste un emprendimiento difícil, he tenido que vencer una resistencia visceral a asumir protagonismo alguno y he enfrentado esta misión nutrida por el empuje que me da el amor por Homero Grillo en quien simbolizo a centenares de maestros anónimos que, lo digo con total convicción, construyeron desde el pie los mejores años de nuestra Educación Pública.

No pretendo trazar una biografía. Soy de las que cree que toda existencia, por muy sencilla que ella haya sido, está cargada de riqueza, de hondura, de misterios. No cabe en una semblanza por muy bien escrita que esté.

Hay más, muchas veces, aún sin quererlo, hay algo de liviandad en ese hurgar en situaciones personales, en sentimientos, en correspondencia, en palabras que se dijeron o escribieron desde lo más profundo del ser con destinatarios únicos, en contextos singulares, intransferibles. Más aún cuando los aludidos ya no están y no tienen apelación ante ese asalto a su intimidad. Así lo siento.

Lo que intento

Lo que intento es dar un testimonio y procurar abrir un lugar de encuentro, de suma de opiniones y experiencias. Y también -¿por qué no?- el punto de partida de fecundos debates.

Me propongo evocar algunas circunstancias de la vida de Homero Grillo que fueron referencia permanente a lo largo de su existencia; rescatar una parte de su pensamiento pedagógico y de su acción como Maestro Rural y como Director del Instituto Normal Rural.

Evocar algo de lo mucho que despertó en mí cuando, joven e inexperta, trabajaba en la soledad de nuestro campo. Y lo que me enseñó más tarde, en el diario compartir, viviendo el exilio de la gran ciudad, con el pensamiento y el corazón puestos en lo profundo de nuestra tierra.

Intento además recuperar, para una memoria presente que aparece tan omisa, aquel tiempo tan rico, combativo, fermental, donde el rumbo era diáfano y el trabajo un regocijo colmado de esperanza compartido con colegas y vecinos.

Movimiento de Educación Rural

Centraré la evocación en dos de las áreas que componían la Sección Educación Rural: Escuelas Granjas e Instituto Normal Rural. Fue en ellas que Homero Grillo desarrolló su misión como docente por más tiempo y con mayor profundidad.

Para adentrarnos en esos dos campos de actividad espigaré en el surgimiento del Movimiento de Educación Rural en el Uruguay, en su doctrina, en sus raíces y en los aportes que fueron sus nutrientes.

¿Nos debe importar el pasado?

¿Pueden importar hoy aquellas gentes, aquel pasado? Creo que sí.

Muchas veces se me ha tildado de nostalgiosa. Lo soy, me gusta serlo.

Quien vivió intensamente, quien se implicó, quien amó y ama su obra y se jugó por ella tiene fuertes razones para sentir nostalgia por el ayer. Y ésta es bien válida particularmente cuando nos impulsa, nos nutre, nos conmina a seguir en la brega.

Comprometerse

Pero aquí quiero dejar mucho más que nostalgia, quiero dejar compromiso, quiero apelar a los protagonistas del presente y traerles un mensaje de esperanza; quiero alentarlos a que no se resignen; que luchen, que tengan fe, que no se sientan solos, decirles que se puede.

Estudiar el Movimiento de Educación Rural es adentrarse en una parte de la historia de la Escuela uruguaya que no se conoce, más aún, que tengo la impresión que se olvida deliberadamente. Puedo equivocarme al hacer esta afirmación.

Es que conviven con nosotros muchos prejuicios, veladas censuras que no siempre advertimos. Hay corrientes de opinión, hechos, instituciones que, a fuerza de relegárseles, cuando se les alude aparecen con el marchamo de lo sospechoso.

“Los pueblos no deben perder su memoria” se repite muy frecuentemente. Así debe ser. El pasado no es materia a ignorar, a confinar en el territorio oscuro de lo que “ya fue”. Pero no hay que adentrarse en él con preconceptos, cercenando hechos, soslayando nombres, emprendimientos, conquistas.

Juzgo importante retornar al ayer porque me parece imperioso salir al rescate de un país, el nuestro. No un paraíso perdido, muy por el contrario, un lugar cargado de problemas a resolver como el de hoy, pero en el que “la esperanza arraigaba como concomitante de la vida y el crecimiento”(1) y no era “lo último que se perdió”(2).

Un pasado que nos marca rumbos

Ese mismo país que se levantó desde los inicios de su historia apostando fuerte a la educación, “luz” del pueblo, pueblo en cuyo seno se concibió un Poder Educador, porque entendía que “la matriz del estado” era justamente, la Educación.

Hoy la Enseñanza Pública está en crisis, siento que hasta la laicidad se tambalea.

Se habla mucho de “ocuparse de la Educación”. Sin embargo se habla muy poco del real infortunio que enfrenta nuestra patria, infortunio que estuvo en el cerno de las denuncias del Movimiento de Educación Rural: la pérdida de talentos.

Hoy no existe el rancherío, “lacra”, “cicatriz”, “éscara”, “pústula” de otros tiempos.(3)

Sin embargo en el tercer milenio los orientales enfrentamos los mismos problemas de hace cien años mucho más agravados: la despoblación de la campaña, los cinturones de miseria en las ciudades a donde han venido a recalar los expulsados del campo, los desalojados del centro, los “marginales” de la sociedad; la falta de trabajo, la desintegración de la familia, la miseria, el vicio, la droga, la violencia cotidiana, las rapiñas constantes, los robos.

Parecería que gobernantes, autoridades de la Enseñanza, maestros, profesores, padres, ciudadanos, todos, seguimos impasibles viendo como se desaprovechan talentos, se abortan capacidades, se destruyen vidas.

Por todo eso y por mucho más es que juzgo que deben interesarnos aquellos educadores y aquel pasado educativo. Las experiencias del pasado pertenecen al pasado pero enseñan, ayudan a enfrentar el presente.

Darnos cuenta y hacer

Quiero creer que conociendo parte de lo que fuimos capaces de pensar, de soñar, de construir, de defender, tendremos más elementos para recapacitar, darnos cuenta, dejar de hablar y hacer en silencio, sin estridencias.

Quizá podamos ver desde otra óptica los problemas de hoy y encontrar nuevos rumbos para encarar el presente y adentrarnos en el futuro.

Rumbos propios, que tengan sus nacientes en los atajos, los pasos, las cortadas que los que nos precedieron fueron abriendo para los que le sucederían.

Aprender del pasado ¿por qué no?

Revisemos nuestro pasado educativo y abrevemos en sus aguas. Aprendamos de él y de tanta gente que jamás priorizó pérdidas o ganancias personales sino que tuvo como meta un país culto, un país de avanzada. Un país verdaderamente más justo y solidario, donde nada se regalara sino que se ganara con trabajo y esfuerzo, en el que se palpara el compromiso en el hacer, donde el pueblo viviera con esperanza y se sintiera forjador de su futuro porque realmente se le impulsara a construirlo.

No hallaremos perfección pero sí creatividad, trabajo, ansias de superación, entrega, mística.

Mi aporte no es más que un humilde testimonio de ese ayer que intenta conmover a los actores del hoy. Pero “con entereza y sin desvío”, anónima abeja que labora junto a este amado panal que es nuestro pueblo, así procuro decir mi palabra.

Marita Sugo Montero

(1) Erich Fromm: La revolución de la esperanza.
(2) Graffiti en un muro de Montevideo, calle Zapicán: «La esperanza es lo último que se perdió».
(3) Andrés Martínez Lamas: Riqueza y Pobreza del Uruguay. Tomás Brena: Los de abajo viven mal.

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